miércoles, 3 de julio de 2013

CUENTO RISUEÑO

CARITA DE LUNA, LA NIÑA QUE NO SABÍA REIR.  Juan Valdés



Carita de Luna tuvo que pasar muchas pruebas con el médico de la risa. Durante más de media hora la hicieron cosquillas con plumas de pato; después vio imágenes grabadas de gente que se caía de forma tonta sin hacerse daño; escuchó cantar a señores bajitos con sombrero mexicano, tuvo oportunidad de hacer pompas de jabón gigantes completamente gratis, aunque impensablemente nada de eso funcionó.

Cuando llegó la hora de cobrar el doctor Amadeo les pidió tropecientos mil euros. Y claro, lo hizo como siempre riéndose como una hiena de la sabana africana, el sitio donde duermen los leones y se mueren las ranas. A los padres de Carita de Luna no les hizo ninguna gracia ni la cantidad, ni por supuesto que el médico se riera de esa forma muy cerquita de su cara, aunque le pagaron de todas formas.

–“Haremos lo que haga falta por ver sonreír a nuestra hija”- aseguró su madre hinchando los mofletes y moviendo la nariz de lado a lado.

Y fue entonces cuando se dirigieron a visitar al payaso Raimundo, un hombre muy extravagante que ponía contento a todo el mundo. Nadie sabía por qué pero nunca se había puesto enfermo, y tenía la nariz redonda y roja de nacimiento. Vivía en una caravana a las afueras del barrio, porque como era payaso tenía que actuar cada día en un sitio distinto, y tener una casa con ruedas le ayudaba bastante a llegar puntual a sus citas con los clientes.


Sus vecinos le decían que no era muy inteligente, porque podría haberse hecho rico con el dinero que tendría que haber pedido por sus actuaciones. Pero Raimundo nunca les hacía caso, y es que él era feliz con las sonrisas que provocaba en su público. Sólo alguna vez pedía a los padres que le dieran globos verdes, amarillos y rojos, tela con muchos lunares para hacerse pantalones nuevos de vez en cuando, y también sombreros de paja porque los coleccionaba. Debía de tener por lo menos trece.

Allí estaban Carita de Luna y sus padres, con el payaso Raimundo dentro de la caravana. Desde fuera parecía más pequeña, y sobre todo se sorprendieron del espacio que había cuando vieron en su interior dos sofás, tres sillones, una cama de matrimonio para personas gordas, una palmera datilera, la cocina, una biblioteca con más de 100 libros, y un campo de fútbol. De hecho, justo en el momento en que entraron ellos estaban saliendo unos niños que habían terminado un partido. Estaban acalorados, porque se había roto el aire acondicionado de la caravana.

–“Buenas tardes. Por favor dejen salir antes de entrar”, -pidieron todos los niños futbolistas a la vez antes de marcharse del lugar.


Tras los saludos mutuos de despedida empezó la actuación del payaso, que ciertamente cumplió con las expectativas de los espectadores. Se mojó la cara con agua que salía de una flor de mentira, hizo trucos de cartas, montó en bicicleta de una sola rueda, paseó en elefante durante un buen rato, se convirtió en hombre-bala y salió despedido desde dentro de un cañón y fue a parar desde el salón hasta el retrete; cantó canciones, recitó poemas y sainetes…

Sin embargo ¡Ay!, nada de eso funcionó tampoco con la niña que no sabía sonreír. Un poco tristones, fríos y blanditos se quedaron los tres, como se queda un churro después de diez minutos sin que nadie se lo coma. Para levantar el ánimo, decidieron que lo mejor era ir a la feria que habían montado en la plaza del pueblo. A Carita de Luna le compraron almendras garrapiñadas, que se pegaban a las muelas más que la tierra de la playa en verano, y decidió darse un paseo entre las atracciones para olvidarse un ratito de su falta de risitas. De repente se encontró con una mujer muy mayor, que vestía de negro desde la cabeza a los pies. Parecía un cuervo o una cucaracha, y como ya era casi de noche únicamente se le veían unos ojillos pequeños, mustios y llorosos de rata.

–“¿Por favor, pequeña, me das un mordisquito de tus almendras? Tienen muy buena pinta”-, le preguntó dejando casi sin respiración a la niña.


-“Soy viuda y pobre, pero aún me quedan cinco dientes de cobre”. Sin pensárselo ni dos, ni ocho, ni treinta y ocho veces, Carita de Luna decidió que lo mejor era darle todo lo que la quedaba, al fin y al cabo ella tenía de todo, solamente le faltaba sonreír, y por lo que parecía a esa viejecita no le habían dado nada, ni siquiera un abrazo, desde hacía mucho tiempo.

–“Tome señora, le doy lo que tengo. Pero no se olvide después de limpiarse los dientes, sean de cobre o de hierro”. Advirtió a la mujer anticuada recordando las recomendaciones de su dentista. La abuelita le sonrió agradecida y, tras extender su mano para coger las almendras garrapiñadas, le contó una cosa que le asombró durante tres segundos. A partir del cuarto, se metió las manos en los bolsillos.
-“La solución a tu problema está en la luna, querida niña. Cada noche, antes de acostarte, mírala atentamente. Ella te mostrará cómo sonreír”, le sugirió y antes de que pudiera contar hasta uno, la vio doblar una esquina.


-“¿Pero cómo es posible que me diga esas cosas, si no me la han presentado ni sabe qué es lo que me pasa?”- se preguntó lógicamente extrañada Carita de Luna. Mientras pensaba en todo lo que le había pasado en tan poco tiempo, vio pasar un perro blanco con manchas amarillas y borró sus pensamientos anteriores para perseguir al pobre perrillo porque pretendía tirarle de la cola.

Al final entre una cosa y otra, entre otra cosa y una, se les hizo muy tarde después de su visita a la feria, así que Carita de Luna y sus padres no regresaron a su casa hasta pasadas menos cuarto, o quizá menos diez, no está muy claro. La cuestión es que después de darse un baño, ponerse el pijama y cepillarse los dientes, la niña se acostó. Cuando apagó la luz y miró por la ventana, vio cómo lucía imponente y absolutamente redonda la luna en medio de la noche. Parecía la bola de vainilla que le ponen en los cucuruchos, de tan redonda, pero claro bastante más rechoncha y blanca. La acompañaban unas cuantas estrellas, sin embargo al lado de la luna parecían diminutas hormiguitas fulgurantes al lado de una gigantesca esfera de nieve que en vez de estar en una montaña, se aguantaba en equilibrio en medio del universo.
La pequeña se acordó entonces de lo que le había anunciado la viejecita, y se quedó mirando fijamente a la hermana pequeña del sol. Después de 25 segundos, Carita de Luna estaba resoplando y durmiendo. Estaba muuuuuy cansada después de un día tan agotador. Y la verdad es que ver ese pedrusco lunar no le había hecho reír en absoluto, tan redonda como un queso redondo…

Y fueron pasando los días, las horas y los minutos, y cada vez Carita de Luna se acostaba dirigiendo su mirada hacia el astro de la noche. Éste después de unas jornadas empezó a cambiar y, la verdad, en lugar de verse tan circular, comenzaba a tener otro aspecto. Nunca se había fijado en eso hasta entonces, que resultaba bello y misterioso…

Mudó su redondez poco a poco, hasta que una noche se transformó de improviso en una maravillosa sonrisa de luz, un gesto simpático que miraba de costado, y que reflejaba la invitación de la luna a la niña para que riera por fin. La chiquilla entendió en ese momento su mensaje. Y se rió tanto que despertó a todo el vecindario, y aunque mucha gente se asustó y llamaron a la policía y los bomberos, cuando éstos llegaron y vieron a la niña se pusieron a reír también contagiados por la nueva, pasmosa y risueña enfermedad que tenía. Así que bailaron, cantaron y rieron hasta que el sol llegó y les llamó la atención. No porque no le gustara que se rieran, si no porque ya era hora de que se fueran a dormir. Y así fue, pequeñas caracolas, como Carita de Luna aprendió a sonreír.


A partir de ahora lo que tenéis que recordar es que, como le sucede a la luna, siempre somos los mismos aunque pase el tiempo y nos mostremos hacia los demás unas veces de forma diferente, con aspecto peculiar, o nos miren a nosotros de manera distinta. Sin embargo lo más importante, lo que nunca tenemos que cambiar por muchos días, horas y meses que pasen; por muchas lunas y soles que transcurran, es nuestra sonrisa. Reír es lo que nos hace únicos, lo que nos hace más felices.

Y  Colorín Colorado

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